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Del rodaje de El Hombre Congelado Hacia un mundo sin fin
Entre enero y febrero de este año, la directora y productora uruguaya Carolina Campo Lupo viajó a la Antártica para rodar su documental "El hombre congelado" (presente en el Work in progress del Sanfic 2013, y que acaba de recibir el apoyo para su postproducción del fondo suizo Visions Sud Est) que trataría sobre la base que su país tiene en el continente helado. Tras una semana viajando en un desvencijado barco de guerra (que llevaba combustible y provisiones para el invierno a la base), rodando durante 40 días con temperaturas de hasta 9 grados bajo cero (con una sensación térmica de menos 15), y sólo con la asistencia de un sonidista, Carolina relata en este texto cómo el propósito original de su trabajo se fue modificando radicalmente al encontrarse de frente con el imponente paisaje antártico.
Por Carolina Campo Lupo
Base Artigas (punto rojo) |
Contar la historia de la filmación de una película es contar la historia de la vida que nos atraviesa cuando vamos tras esa película. Hace dos años vi una fotografía de la Base Antártica Artigas, base que Uruguay tiene en la península Antártica, y decidí que ese era mi nuevo sueño y que debía encontrar la forma de llevarlo a cabo. Lo admito, mi película nace de un tonto sueño que crece, se vuelve dudas y dolores y se convierte en el fin del mundo.
¿Vale la pena arriesgar la vida por un sueño? Pregunta que me hago por ellos, esos hombres que deciden vivir en el fin del mundo sin la contención de las ciudades y el transporte que nos acerca unos a otros. Pregunta que me hago a mí, que me subo a un barco militar de 50 años y parto a cruzar el océano hacia el continente helado. Y cuando digo "barco" recuerdo mi idea de dicho objeto: un crucero que flota pacíficamente en las aguas continentales; blanco, cálido, estable.
El primer día que vi el ROU 04 -buque de la armada uruguaya- comencé a sentir el terror que me acompañó todo el viaje. Terror que fue transformándose a lo largo de los días, dejando de ser miedo a la muerte para convertirse en miedo a la vida.
Cañones (el ROU 04 tiene cañones), camarotes minúsculos, baños colectivos, escotillas abiertas al helado viento polar, barreras de seguridad insulsas, motores ensordecedores, pasillos que huelen a combustible y basura, alarmas incomprensibles, dianas que suenan a las 7 am., anclas que rugen en la madrugada avisando que el clima nos obliga a levarlas y salir de la segura bahía antártica a navegar. Y bajo su casco, un océano que cambia de color y se va tornando helado, feroz y mortal.
En un comienzo el destino era la Antártica y la película, sus hombres congelados. Partir en este buque era simplemente la forma de acceder al fin del mundo y sus habitantes. Pero al navegar, inmersos en este mundo duro y peligroso, regido por estrictas reglas militares sin aparente sentido, todo empezó a cambiar. ¿Por qué mantener rígida una película que se vuelve ondulada como el océano? ¿Por qué negar la existencia de este mundo increíble y ajeno que nos llama con su voz áspera? Finalmente, llegar al fin del mundo era llegar a enfrentarme a una serie de preguntas, al hombre en su máximo esplendor como ser de supervivencia, y allí, en ese monstruo flotante, estaba el germen de mi búsqueda.
El hombre congelado |
Así es que comienza el dolor y el terror a la vida, pero un horror placentero, disfrutable. El miedo de enfrentarnos a la vida como algo inmenso e inabarcable, como algo desconocido. Así se va diluyendo el primer temor, aquel que devenía del encuentro con la muerte. En cierto momento tu vida y tu cuerpo cambian de forma, de sentido, y la muerte es algo tan real que ya no está presente en tus pensamientos. Filmar allí era filmar entre motores que se rompían en medio del océano, vientos de 200 km, timones que dejaban de funcionar, hielos que amenazaban con cortar el casco del barco y dejarnos morir en medio de la nada. Pero filmar allí, también era descubrir ese mundo de máquinas humanas que trabaja día y noche sin cesar para que la máquina-barco no se detenga, sostener la cámara con una mano y con la otra agarrarse de un tubo para no ser arrastrado al mar por una enorme ola del Drake, comer todos los días junto a extraños que siempre están, que no te dejan salir ni por un segundo de tu película y contemplar a las ballenas deslizarse en el azul del océano. Y así llegar por fin al continente helado, flotando entre escombros blancos que se desprenden de los témpanos y nos acompañan, oscilando entre la belleza inabarcable y la fragilidad de nuestras vidas.
No hay una imagen clara con la que pueda describir la sensación que tuve al ver aquellas montañas de roca y hielo que se desplegaban hacia el infinito. Tal vez lo más acertado sea decir que encontrarse con aquello, luego de atravesar el tormentoso océano, fue como encontrarse con un planeta desconocido. Aquel Solaris que buscaba desde un comienzo, acechado por la niebla y la tormenta. Un desierto congelado, incomparable a cualquier espacio visitado en el planeta, a cualquier lugar imaginable. Parecía una tierra por conquistar, pero inconquistable. Poblada por pingüinos, huesos de animales muertos y restos de barcos náufragos que descansan en las costas desde siempre, y lo harán por siempre.
Aquel objetivo inicial, la búsqueda del hombre en esas bases recónditas se diluyó por completo en la majestuosidad de una naturaleza incomprensible. Estar dentro de la base y cualquier cosa que el hombre pudiera hacer allí pasó a ser algo tan nimio, estúpido e irrelevante que decidí alejar mi cámara de la civilización y partir a internarme en la tormenta. Pase días caminando en el hielo, cargando con todo aquel equipo de filmación incómodo, hundiéndome hasta las rodillas en el suelo que se quebraba. Nada diferente encontré, más rocas, más ríos de agua turquesa, más huesos y algunas aves. Pero la magia es exactamente esa, no hay nada nuevo, nada extraño o maravilloso por descubrir, por filmar, es el desierto que se despliega y nos engulle, es el planeta que pisamos por primera vez y que sabemos que nunca será nuestro.
Carolina Campo Lupo en el rodaje de El hombre congelado |
Sólo un encuentro puntual fue la condensación de la soledad y de la extrañeza. Luego de días de caminar entre hielos y rocas, decido ir tras lo que creo es la más absoluta descripción del absurdo del hombre en este planeta: una misa. Los rusos tienen una base antártica (bueno, varias) relativamente cercana a la uruguaya. Allí, en una pequeña capilla construida en la cima de una montaña, un hombre de largas barbas rubias recita todos los domingos la eucaristía para un público de sólo tres personas. Esto me devuelve a la pregunta inicial, al origen de mi viaje, la búsqueda de alguna especie de sentido. ¿Acaso vale la pena arriesgar nuestras vidas en el fin del mundo? Y si es así, ¿cuál es el sentido?
El Diácono se muestra feliz de mi presencia con la cámara allí y me permite asistir a su servicio. Entro al lugar, me quito las botas de nieve y los abrigos e intento encontrar un lugar en el pequeño cuarto recubierto de dorado. Espero, suenan las campanas durante un largo rato y el hombre comienza su trabajo. La cámara ya está encendida y por tres horas escucho los inentendibles cantos en ruso. La religión no es lo mío, lo admito, pero algo que es más "grande" que mi pequeña existencia sucede. Es casi como volver a llegar a la Antártida, como volver a ver ese planeta, la sensación de lo absoluto me absorbe y me diluyo.
Cuando parto y comienzo a caminar entre los ríos de agua helada comprendo que he encontrado lo que creí había perdido. Tal vez sea imposible conquistar ese extraño planeta que convive con nosotros en la Tierra, pero el solo hecho de pisarlo y de proferir nuestras palabras sobre su suelo alcanza para arriesgar todo lo que tenemos. Así vuelvo a internarme en la tormenta, ya sin miedo a la inminente muerte, sin miedo a la inabarcable vida, ahora temiendo enfrentarme a las certezas.
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