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Film Estreno

Rentabilizando los vestigios El Príncipe Inca

Por Colectivo Míope

Un hombre urbanizado que, a raíz de un mito familiar ancestral, emprende una travesía con tintes identitario-místicos hacia una tierra lejana, ojalá medio salvaje, para encontrar algo o descubrir lo que tal vez siempre supo. Un tópico que vuelve cada cierto tiempo, y que, de hecho, se está volviendo un arquetipo. Sobre todo desde que las culturas precolombinas han sido poco a poco reconocidas tanto por la institucionalidad estatal como por una sociedad civil dispuesta a cotizarlas o, en menor medida, a ver ahí, una cierta herencia espiritual o una "cosmovisión" indígena (más allá del evidente fenotipo que la mayoría portamos y rara vez reivindicamos con orgullo). Y también, sin duda, por el sentimiento de culpa europeo que va chorreando a la elite latinoamericana, que, cuando es vivaracha, aprovecha y coge parte de ese capital cultural –o lo que quede– para convertirlo en una atractiva manufactura, un discurso, una causa, un bien de consumo, un obra vintage, o un poco de todo, como esta revuelta América morena.

Por ejemplo, la exploración de tipo existencial la hizo en 2011 el realizador limarino Sergio "Cerruco" Olivares con El viaje de María, un documental que giraba en torno a una mujer de tez blanca y ojos azules que estaba segura de tener raíces diaguitas. Como se supone que ese pueblo habitó parte de la III y la IV región de Chile, la protagonista emprendía un periplo más bien sensorial y simbólico que geográfico, buscando así algún posible talante inmaterial en medio testimonios de antropólogos y expertos afines que, en paralelo, intentaban aclarar qué era y dónde estaba hoy realmente parte de ese resabio diaguita. Esta película deslizaba que la pertenencia a una cierta identidad originaria era más bien un punto de partida –o incluso una excusa fugaz– atingente, sí, pero para reconstruir o explorar algún otro asunto personal no resuelto; y aquella oralidad primigenia con aires pachamámicos, solo un insumo para abordar ese asunto, cambiar, asumir la indefectible pérdida, y continuar.

Por otro cauce transcurre El Príncipe Inca: hacia un ejercicio de re-apropiación explícito, activo y eficiente, dónde resulta determinante lo qué es y lo que puede hacer su protagonista. Acá la excusa inicial radica también en una conexión ligada al indigenismo, pero no a cualquiera, sino a una historia familiar asociada a una encumbrada alcurnia milenaria.

En 2009 muere el abuelo boliviano de Felipe Cusicanqui (Santiago, 1977), un pintor con pinta de vikingo que hereda unos antiguos documentos que –se supone– acreditarían un linaje incaico que lo vincularía en línea directa -500 años hacia atrás- ni más ni menos que con el soberano Túpac Yupanqui. Y, por lo tanto, esto lo convertiría por derecho propio en un "príncipe". Como si se tratara de una escena sacada de El precio de la historia (el programa de TV sobre una casa de empeño), una paleógrafa corrobora lo que dicen estos legajos y el protagonista, extasiado y conforme con la tasación, se soba las manos y emprende entonces un viaje para reencontrase con sus raíces, parientes lejanos, o algo, cualquier cosa, que debieran estar en un pueblo perdido en el Altiplano boliviano.

¿Se comprobará este difuso abolengo, este estatus simbólico desvencijado? ¿Y en qué sentido importaría? ¿Para reconocerse parte de una comunidad, de una elite, de una dinastía que perdió sus privilegios, se desperdigó y se mezcló? ¿Quedan parientes –la oralidad– que lo acrediten o lo desarrollen? ¿Hay acaso algún conflicto más profundo, personal, vital, que resolver, o esto será un turisteo corriente disfrazado de investigación genealógica amateur con visos sentimentaloides?

El documental se sostiene en base a esa expectativa ligada a un linaje singular, de clase, que puede hacer consonancia con quien tenga ese tipo de aspiraciones elitistas, pero los porfiados acontecimientos son otros: el protagonista parece llegar algunas décadas tarde y sus maneras y cultura ya son otras. De ahí lo que puede ver y, por lo tanto, lo que también se permite encontrar. Pues, al poco andar, entre conversaciones frustradas y forzadas con lugareños o fisgoneos varios en caseríos semi abandonados, el artista-turista parece asumir que será improbable hallar algo concreto y que, haciendo uso de su sentido del pragmatismo, tendrá que sacarle algún provecho al patiperreo, recogiendo, literalmente, los despojos de sus ancestros adaptándolos a su propia (pictórica) realidad.

Ni el supuestamente milagroso arribo al pueblo de Calacoto, donde está concentrada la gran familia Cusicanqui, que celebra su tradicional y exclusivo bacanal de tres días, parece ofrecerle algo más que genuina hospitalidad, algunas copas y momentos algo tensos con las féminas (posible primas lejanas) que lo acechan con deseo. Ni la dosificada historia de ese abuelo que emigró de Bolivia atormentado por una pérdida, ni la frustrante burla que recibía al protagonista cuando siendo niño contaba -con inocente orgullo- el cuento principesco, permiten conectar demasiado con el aspecto "humano" del relato. Por el contrario, lo más poderoso del documental es su aspecto cinético y que parece ser, en concreto, la respuesta natural a las enjutas reminiscencias de ese pasado esquivo: fragmentar, intervenir, remezclar los cachureos que el protagonista recoge; que transforma, machaca, apalea, patea con fruición. Moldeará así los restos de una materialidad despreciada por otros para convertirla en una abstracción plástica colorida. Su acaso única conexión posible a estas alturas está depositada en ese óxido que puede revitalizar, y darle otro valor. Y bueno, tal vez es eso lo que queda de aquella herencia lejana, si es que existió o es demasiado invisible. Ese reino perdido, esa estirpe y esa cultura parecen viables solo mediante este procedimiento productivo-artesanal. Así un mito fundacional estimula la creación constante y perpetua; la reutilización de todo lo que tenga potencial como ingrediente.

En definitiva y con total franqueza, y a la vez escasa emoción, el documental El Príncipe Inca logra explorar cómo una fantasiosa e inocua leyenda familiar, con tenues ribetes de trauma infantil, se puede convertir en la oportunidad perfecta para reciclar creativamente los despojos de una cultura inasible y convertirlos en obras de sofisticado arte moderno probablemente muy bien cotizado en prestigiosas galerías de arte europeas: es decir, una eficiente clase de economía (sustentable) para artistas emprendedores. O sea, si la travesía no te da respuestas o no son lo suficientemente útiles o emotivas, transforma lo tangible a voluntad haciendo lo que sabes hacer dándole valor agregado.

El Príncipe Inca
Chile, 2016
Dirección:
Producción:
Guión:
Fotografía:
Montaje:
Música:
Sonido:
Duración:
Ana María Hurtado
Ana María Hurtado, Viviana Erpel
Ana María Hurtado
Mauricio García
Jorge Lozano
Roque Torralbo
Mario Puerto
81 minutos

 

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