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Aquí se construye y Las horas del verano No hay más que prisa

Por Jorge Morales

En nuestra clásica encuesta anual –para la que convocamos a los críticos nacionales a votar por las mejores cintas del año- decidimos elegir, además, las tres mejores películas chilenas de la primera década del siglo XXI. Encabezando la lista, está uno de los mejores documentales no sólo del decenio sino de toda nuestra historia: Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací) de Ignacio Agüero. Aunque el resultado no es sorprendente, por la reconocida estatura de este magnífico documental sobre la destrucción física y espiritual de un barrio de Santiago, es una curiosa coincidencia que el mejor filme del 2009 sea para una película con la que tiene más de una afinidad. Las horas del verano, del francés Olivier Assayas, se trata de una familia, tres hermanos, que deben decidir qué hacer con la casa de su mamá tras su fallecimiento. La casa, donde pasan cada verano, está cargada de recuerdos de infancia, donde los muebles finos y obras de arte de un reputado artista de la familia -a la que su madre desde hace años protegía como su albacea- eran sólo parte de los adornos de la vivienda más que caras piezas de colección. Previendo los conflictos de intereses y los distintos caminos que han tomado sus hijos (dos de ellos viviendo fuera de Francia), la mujer ya había sugerido que se deshicieran de la casa, pero no es hasta su muerte que se hacen cargo. No se trata de un enfrentamiento sino de un acuerdo complejo en que se conjugan las necesidades personales con el abandono de un lugar común.

Las horas del verano

Si bien la pérdida es un tema muy cinematográfico (el quiebre de una pareja o la muerte de un ser querido, por ejemplo), la pérdida de un lugar parece menos significativa. Pero tanto en el filme de Agüero como en el de Assayas, lo que está en juego no es el espacio físico en sí mismo, sino las connotaciones emocionales que conlleva su desaparición. La escena de Las horas del verano, donde uno de los hijos recorre junto a su pareja un museo donde ahora se exhibe un escritorio de la casa, es profundamente melancólica. Ese mismo mueble que antes formaba parte –"vivía" y "respiraba"- en un espacio de convivencia ahora está encapsulado, "muerto", desprendido de la humanidad que le daba oxígeno. Porque cuando se destruye, se abandona, se pierde una casa, lo que se está desmantelando, en definitiva, es una de los escenografías de nuestra existencia.

Sin embargo, en el mismo título del filme de Agüero se esconde la contradicción clave. Mientras algo se destruye, algo se construye. No hay nada permanente. Y ese lugar que atesoramos, será banal e intrascendente para otros hasta que sea recargado con nuevas experiencias. Si esa destrucción es completa y total (como la que se relata en el artículo sobre la demolición del cine Lido, por ejemplo), el edificio que lo reemplace, quizás no tenga ni la mística ni la importancia histórica de su predecesor, pero tendrá valor para quienes convivan en él. Porque como dice el poeta Efraín Barquero, "el mundo es una estancia donde entramos, salimos/ queriendo ver una puerta donde no hubo sitio alguno/ la casa recordamos, cuando no hay más que prisa".

 

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