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Film Estreno

Sed de vivir El cisne negro
Por Joel Poblete
A estas alturas no caben muchas dudas: en la última década, Darren Aronofsky es uno de los mejores ejemplos de aquellos directores a los que se puede aplicar la manida frase "se le ama o se le odia". Y con El cisne negro, desde su estreno mundial el año pasado en el Festival de Venecia, no sólo parece estar más glorificado que nunca, sino además ha logrado aún más admiradores entre el público y la crítica, y cada vez son menos las voces "disidentes". Y siendo sinceros, incluso aunque se le encuentren reparos, es totalmente comprensible el fervor que provoca la película, especialmente cuando se la ve en la pantalla grande; sí, porque aunque mucha gente prefirió adelantarse y verla por vías menos oficiales (debe ser uno de los títulos más pirateados los últimos meses), como pocas veces ocurre en la cartelera del último tiempo, es toda una experiencia visual y sonora que definitivamente exige ser vista en pantalla grande.
Muy distinto es si nos concentramos en la historia, con un guión lleno de lugares comunes, reduccionismos, trazos gruesos e incluso ciertas trampas; pero aunque se molesten los numerosos y acérrimos fans de Aronofsky, hay que reconocer que los guiones nunca han sido su fuerte, sino su puesta en escena desaforada, los excesos, el descontrol y el paroxismo que suele buscar y a menudo alcanzar con sus historias. Pese a recurrir a muchos de sus tics y marcas de fábrica, hace dos años El luchador provocó una merecida admiración tanto en sus fieles partidarios como en los detractores, y pareció señalar una bienvenida madurez del cine de Aronofsky, por la entrañable humanidad de sus protagonistas, la muy creíble emoción e inmediatez de sus conflictos, y la acertada mirada casi documental al mundo de la lucha libre. Pero El cisne negro confirma que eso fue sólo una pausa en la trayectoria del realizador, quien aunque logra escapar del mal gusto y exhibe una puesta en escena más estilizada que nunca, vuelve aquí con toda su artillería, con sus énfasis exacerbados y los calvarios internos y físicos por los que deben pasar sus personajes, incluyendo el tormento y el sufrimiento en carne viva, la sangre y la permanente amenaza de la locura.
Los protagonistas del cine de Aronofsky son obsesivos y tercos, y aunque la lógica indica que deberían elegir otro camino, suelen sumergirse en una espiral de donde difícilmente podrían salir: allí están el matemático de Pi, la madre y el hijo en Réquiem por un sueño, el conquistador español encarnado por Hugh Jackman en la fallida y ambiciosa, pero finalmente curiosa e interesante The fountain, y cómo no, el Randy de El luchador.
Nina, la atormentada protagonista de El cisne negro, pertenece a la misma especie. Y como antes lo hiciera con Ellen Burstyn y Mickey Rourke, Aronofsky logró encontrar a una intérprete que pudiera sumergirse en un personaje complejo y demandante como pocos. Es así como la gran fortaleza de la película reside sin duda alguna en la inolvidable y espléndida interpretación de Natalie Portman. En el que de seguro es el mayor desafío de su carrera, la actriz sabe pulsar todas las cuerdas y dar vida a la amplia gama de emociones y estados de ánimo por los que atraviesa su personaje: las ambiciones como bailarina, su timidez, las frustraciones e inseguridades sexuales, el desequilibrio interno y las pulsiones carnales que amenazan con devorarla. Pocas figuras de su generación pueden lograr lo que ella consigue acá, exhibiendo la inocencia y candidez, pero también el deseo y el desenfreno, la rebeldía y furia contra esa terrible madre que tan bien encarna Barbara Hershey, tan pronto cariñosa y preocupada como aprensiva, represora e inquietante. En los otros roles centrales, Vincent Cassel es muy externo y no puede hacer demasiado con el cliché que debe interpretar como el temido director de la compañía, mientras la exuberante Mila Kunis cumple con lo que debe hacer: exudar sexo por todos sus poros.
Además de la Portman, es incuestionable que el otro gran protagonista de la película es la música. Desde su primer largometraje, el talentoso Clint Mansell ha sido siempre uno de los grandes puntos a favor del cine de Aronofsky, pero hay que aclarar que buena parte de lo que se escucha durante la película en realidad le pertenece a un compositor ya fallecido hace casi 120 años, cuya poderosa y sensible música puede fascinar al espectador en pleno 2011: Tchaikovsky. Todo el misterio, la elegancia y la sutileza que a Aronofsky le han sido tan esquivos en otras ocasiones, puede alcanzarlo gracias a la formidable y romántica partitura para el ballet El lago de los cisnes que aparece una y otra vez en el film, tanto en su versión tradicional que tan célebre es a estas alturas, como en arreglos, variaciones y reinterpretaciones que Mansell incorpora a diestra y siniestra en su propia banda sonora, que aunque tiene momentos efectivos, no sería nada sin el maestro ruso.
La película remite a muchos "parientes" fílmicos, partiendo obviamente por las películas relacionadas con el mundo del ballet, incluyendo Momento de decisión, Nijinsky, Sol de medianoche, Billy Elliot, La compañía y tantas otras; pero de más está decir que nunca alcanza la profundidad y riqueza visual y narrativa de la emblemática e imprescindible Las zapatillas rojas, con la que comparte la por momentos alucinante disociación entre realidad y ficción. También podemos encontrar acá indudables filiaciones que ya han sido comentadas en distintos lados por los expertos, desde Repulsión de Polanski a Suspiria de Argento, pasando por todos los personajes obsesivos y al borde del desequilibrio del cine scorsesiano.
La mezcla de terror, suspenso sicológico y tensión sexual, que además muestra el mundo del ballet por dentro de manera exagerada, superficial y caricaturesca, es un cóctel típico de Aronofsky, y no obstante el entusiasmo sin reservas con el que ha sido recibido en medio mundo, uno se siente tentado a considerarlo en definitiva "un espectáculo para adolescentes disfrazado de cine arte", como tan acertadamente lo describió el crítico Ernesto Ayala en su texto para Artes y Letras. Pero a pesar de todos los cuestionamientos que se puedan hacer, no hay que negar los evidentes méritos que sí exhibe la cinta, además de Portman y la música. La excelente fotografía de otro colaborador habitual de Aronofsky, Matthew Libatique, es fundamental a la hora de crear atmósferas, y es un acierto de ambos el hecho de que al ambientar casi toda la acción en interiores, se transmite cierta sensación de claustrofobia que nos hace entender cómo en medio de sus angustias Nina pueda sentirse tan sola e indefensa, y cómo lo sombrío y oscuro sobrevive en medio de una ciudad tan rutilante como Nueva York.
A pesar de sus clichés y lugares comunes, El cisne negro triunfa al lograr transmitir la pasión de la danza, y lo que puede implicar un espectáculo coreográfico. La película mantiene el interés de manera creciente, y una vez que logró atrapar al espectador, no lo suelta más, porque el ritmo no decae, hasta llegar al gran "finale", de cierta manera un desenlace inevitable, porque la sensación de que no hay escapatoria está muy bien transmitida, por lo que se entiende que finalmente la audiencia quede tan conmocionada. Sea mérito exclusivo de la notable Portman, la música o Aronofsky, da finalmente lo mismo, lo que importa es que consigue remecer en la sala como pocas cintas comerciales lo han logrado en los últimos años. Desde esa escena inicial que parece darnos la pista de por dónde podría ir la historia, este relato perturbador y alucinado transitará entre la realidad y la pesadilla, entre lo bello y lo grotesco, y no dejará a nadie indiferente. Como siempre ocurre con Aronofsky.
Black Swan EEUU, 2010 |
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Dirección: Producción: Guión: Fotografía: Montaje: Música: Elenco: Duración: |
Darren Aronofsky Scott Franklin, Mike Medavoy y otros M. Heyman, A. Heinz y John J. McLaughlin Matthew Libatique Andrew Weisblum Clint Mansell Natalie Portman, Mila Kunis, Barbara Hershey, Vincent Cassel 108 minutos |
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