¡¿Por qué no te callas?! Gatos viejos

Por Jorge Morales

Cuando el año pasado se estrenó Gatos viejos en el Festival de Valdivia, me tocó conocer a un miembro del equipo de producción. Lo primero que le pregunté era si efectivamente Claudia Celedón había pateado a uno de los gatos de la casa como se aprecia en una escena (que de ser un efecto visual estaba muy logrado). No es que tenga especialmente simpatía por los felinos o me haya convertido en defensor de los animales y estuviera preocupado por las secuelas físicas del gato (que podía ser una preocupación perfectamente legítima, en todo caso), pero la situación graficaba, a mi modo de ver, uno de los métodos que se utilizó para intensificar la tensión, tanto en la ficción como en los medios expresivos de que se vale la película. Porque hasta cierto punto pareciera que la manifiesta sobreactuación de Claudia Celedón es una consigna del tratamiento: mientras más gritos y excesos existan, más agudo es el drama.

Al contrario, los primeros 25 minutos de la cinta sólo se dedicaban a mostrar el padecimiento de Isidora, una anciana de 80 años que empieza a presentar signos de Alzheimer. El retrato es triste y austero, y Bélgica Castro da clase de su capacidad histriónica ofreciendo con justeza, primero su desvarío mental, y luego la dolorosa conciencia de su deterioro.

Pero con la llegada de su hija Rosario (Claudia Celedón) al departamento, la película desvía esa sobria apuesta y se centra en el enfrentamiento entre una madre y su hija, donde chocan las querellas por los desafectos y desatención maternal en la infancia y la búsqueda de una hipócrita compensación económica de la hija que quiere sacar provecho de la venta del piso (dos hechos que no necesariamente son vinculantes, pero que se tuercen para que se emparenten). Es verdad, el conflicto puede resultar más jugoso, pero es más artificial, menos conmovedor y nada verosímil, no tanto por sus elementos en juego (en la realidad hay trances familiares peores y más surrealistas) sino por la forma en que está construida esa crisis: la excesiva violencia verbal y física –que de tan exagerada, se desarma- y el protagonismo de un personaje que reúne todos los "vicios" que escandalizan a la sociedad chilena. Celedón es una drogadicta lesbiana, manipuladora e hiperventilada, o sea, el arquetipo supremo de la monstruosidad. Que su actuación y maquillaje exacerbe todos esos rasgos, convierten a la que en principio pintaba como una obra sensible sobre la vejez, en un patético espectáculo del grotesco. En donde más se refrenda esta opción es en la representación de la novia de Rosario, Beatriz (Catalina Saavedra), una ahombrada mujer que se hace llamar Hugo. Catalina Saavedra hace una caricatura lamentable que, aún cuando sea en tono de comedia, rebota como un descrédito para las desproporcionadas alabanzas que recibió en su rol anterior en La nana, donde esos tics y gestos postizos ya se manifestaban.

Pese a todo esto, Gatos viejos tiene un mérito significativo. Aunque resulte más teatral y sobregirada, y le pene su discreta factura audiovisual (otra dañina herencia de La nana), Gatos viejos pone en juego un modelo narrativo que hace falta en el cine chileno, una narración menos evocativa que confía en los diálogos, que cree en el relato dramático y en los personajes.