Muelle de esperanzas El puerto

Por Andrés Nazarala

Marcel Marx –personaje que debutó en una cinta anterior del finlandés Aki Kaurismäki, La vida de Bohemia (1992)- es un escritor que vive retirado en Le Havre, puerto pobre francés en la Normandía, junto a su esposa Arletty (la gran Kati Outinen). Hombre de esfuerzo y buenos sentimientos, debe lidiar de pronto con dos problemas que remecen su existencia: su mujer cae gravemente enferma y se encuentra con un niño llamado Idrissa, inmigrante ilegal de Gabón, que está siendo perseguido por la policía. Mientras espera la recuperación de su esposa, Marx hará todo lo posible para que el pequeño extranjero pueda esconderse de la ley y reencontrarse con su madre en Londres.

A pesar del doble drama que marca la trama, El Puerto debe ser una de las películas más optimistas y esperanzadoras de Aki Kaurismäki en años; al punto que (¡alerta de spoiler!) las resoluciones felices del final caen como un manto ilógico, improbable, fantástico. Así, dos conflictos de envergadura -como son el cáncer y las duras políticas europeas sobre la inmigración- se solucionan gracias a una especie de Deux ex Machina que el espectador digiere como una dulce epifanía.

Detrás de este optimismo forzado, hay una intención que tiene algo de poesía: Kaurismäki pareciera confiar en el poder del cine para reparar lo que al otro lado de la pantalla resulta gris y complejo. Aunque no quiera admitirlo (ver entrevista), al menos en sus películas está lejos del desencanto punk de La chica de la fábrica de fósforos (1990) o la caricatura sin frenos de la saga de los Leningrad Cowboys. Este es un Kaurismäki bondadoso, humano e, incluso, aleccionador. Como todo autor de cuentos.

No es inconsecuente entonces que El Puerto parezca una fábula, coloreada con tonos pasteles y dotada de cierto clima de ensoñación. Con sus personajes lacónicos y estáticos -y la colaboración de su amigo, el director de fotografía Tito Salminem- El puerto se ve a ratos como un gran dibujo, una novela gráfica para toda la familia.

La artificialidad no altera, sin embargo, los elementos que el director ha venido cultivando desde sus inicios: la contención, el ritmo pausado (más que en sus apuesta anteriores), el humor seco de tintes absurdos, la expresión mínima de sus personajes, la importancia de los movimientos corporales, las referencias múltiples (el detective antagonista, interpretado por Jean-Pierre Darroussin, se llama Monet, como el pintor impresionista que retrató a Le Havre en su cuadro Impresión, sol naciente) y la sensación de "eterno retorno" que corona su filmografía.

Porque El puerto se distingue como una obra singular pero al mismo tiempo contiene ingredientes habituales en las apuestas del finlandés. André Wils, Katy Outinen y el icónico Jean-Pierre Léaud (en un divertido cameo) se repiten el plato, pero ahí también están la obsesión por los perros, Gardel (suena el tango Cuesta abajo), los diálogos absurdos, el melodrama clásico (en la maravillosa escena del hospital) y la inclusión de números musicales en vivo. En este caso, uno que rompe la parsimonia y se corona como el momento más entrañable del filme: el show de Little Bob, roquero de la tercera edad que resulta ser todo un hallazgo.