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Montreal 2009: Las buenas intenciones

Del 27 de agosto al 7 de septiembre producciones del mundo entero se dieron cita en la generosa programación de uno de los festivales más largos del planeta. Andrés Nazarala, que ungió como jurado Fipresci, vio cómo la combinación humanitaria y el buen cine no siempre van de la mano.

Por Andrés Nazarala

Es tentador hablar de Montreal como ciudad a la hora de escribir sobre su festival de cine. Referirse a su gente, sus infartantes mujeres, sus restaurantes y todos esos detalles que –con la distancia de la no descartable mirada turística- la convierten en algo cercano al paraíso o, si se quiere, a una metrópoli imposible. Pero su festival de cine sintoniza con esas otras maravillas, porque más allá de la calidad de la selección (que revisaremos a continuación), lo primero que impresiona favorablemente es el envidiable entusiasmo del público quebequense. Desde primera hora en la mañana, personas de todas las edades llenaban las salas y hacían largas filas para apreciar las películas en exhibición, desde títulos canadienses con actores reconocidos localmente (como Pierre Lebeau, una suerte de Mickey Rourke de Montreal, protagonista de la taquillera Un cargo pour L'Afrique) hasta la más periférica producción oriental.

La inquietud pareciera responder tanto al espíritu de una ciudad cosmopolita y culta como a la orientación étnica de un certamen contundente (dura 12 días) que acertadamente se llama Festival des Films du Monde. Es que si en Toronto George Clooney brillaba sobre la alfombra roja, en Montreal estaba el galán del cine nipón Tadanobu Asano, posando para las cámaras de adolescentes japonesas que gritaban alrededor suyo. Si en la gala de apertura de Cannes se rendía homenaje a Pixar con el estreno mundial de Up!, aquí el público se entusiasmó con cortos animados que reflejan la identidad cultural de los pueblos.

El de Montreal es una suerte de festival étnico que esquiva la idea común de que en Norteamérica no hacen más que mirarse el ombligo. Ya sea por moda o interés real (da un poco lo mismo; lo importante son las acciones), existe allá una intensa preocupación por entender el estado del planeta, buscar elementos unificadores entre tantas diferencias, identificar al ser humano detrás de los maquillajes de la raza, las costumbres y los idiomas.

Pero toda maravilla esconde hilos y, en Montreal, el costado problemático de esta orientación global es que permite la sobrepoblación de películas que explotan las identidades locales con propósitos de exportación. Como las novelas de Isabel Allende y Roberto Ampuero o las películas de un puñado de cineastas latinoamericanos que usufructúan tanto de los conflictos políticos como del realismo mágico (de hecho, Arráncame la vida formó parte del programa), varias cintas en competencia parecían esforzarse por entregar un mensaje más que en construir arte basado en la honestidad. Es "cine de opinión" que busca concretar sus propósitos mediante un plan capaz de llegar a una mayoría, tocar sensibilidades, despertar culpas "humanitarias". Es que bajo cierta lógica proselitista, podríamos decir que existen directores que entienden que una receta efectista puede conducir directamente al palacio de la persuasión ideológica por la vía de los sentimientos.

Korkoro

En la competencia oficial destacaba una obra de esta naturaleza: la francesa Korkoro. Ganadora del Grand Prix des Americas (el premio mayor), conmovió al público y al jurado oficial por el tema que aborda: la violencia nazi en contra de los gitanos. Marie-Josée Croze (actriz canadiense que hizo de chica drogadicta en la sobrevalorada Las invasiones bárbaras) interpreta a una joven idealista que ayuda a las víctimas y Tony Gatlif dirige, haciendo lo esperado y obvio: contraponer la alegría gitana con la hostilidad oscura de los soldados alemanes en una película de buena factura pero, que como muchas de su tipo, se torna maniqueísta y caricaturesca.
No es una cinta desechable y quizás ahí está el problema. Korkoro posee una serie de méritos visuales y también la capacidad de dejarnos un sabor amargo en el paladar al momento del cierre (he llegado a pensar que esta es una virtud de toda cinta sobre el nazismo, incluida las malas), por eso uno lamenta el exceso de retórica obvia y manipuladora.

El filme también cuenta con un logro insospechado: carga con la mejor dirección de animales que se haya visto en el último tiempo. De hecho, la escena más notable es protagonizada por un caballo que, bajo las órdenes de Gatlif, debe agonizar. Hay que decir que lo hace con un dramatismo que ya se lo querría John Malkovich.

Sumando las piezas, podemos situar a Korkoro junto a Los falsificadores (Stefan Ruzowitzky, 2007) y a todas esas películas correctas sobre el nazismo. Éstas bucean en asuntos que no han sido tan explotados, por lo tanto tienen cierto valor informativo, pero pocas veces cinematográfico.

No es que nunca se haya abordado el abuso nazi en contra de los gitanos (más allá de los ensayos al respecto que descansan en las apacibles estanterías de la academia, el tema fue abordado por Sally Potter en El hombre que lloraba), pero su tratamiento es sin duda un aporte al género; una iluminación a un rincón oscuro dentro de las dependencias de una temática ultra manoseada.

Hubo otras películas "humanas y conmovedoras". La alemana Waffenstillstand, de Lancelot von Naso, sigue a cinco "héroes" (activistas, médicos, periodistas) que deben conseguir medicina para llevar a Fallujah durante un cese al fuego en medio de la guerra de Irak. Repleta de códigos televisivos, resalta la acción de los protagonistas y retrata un país en ruinas, apuntando siempre a ese enemigo fantasma que conocemos como Tío Sam. Por sus valores y mensajes, la cinta se llevó el Premio Ecuménico.

Un cargo pour L'Afrique

De buenas intenciones es también la citada Un cargo pour L'Afrique, una producción quebequense de Roger Cantin, en la que un tipo es forzado a regresar a su Canadá natal luego de haber trabajado dos décadas ayudando a niños en Africa. Incómodo en un país que poco tiene que ver con sus ideales (anda con un mono que se llama Trotsky), inventa un plan para regresar al continente negro, ayudado por un niño travieso. Una "Buddy movie" que también chapotea, con cierta ingenuidad, sobre el activismo humanitario.

Si en las anteriores el enemigo son los nazis, el ejército estadounidense y una sociedad capitalista en la que no hay espacio para la solidaridad, en la polaca Enen, de Feliks Falk, es el sistema de salud mental. Aquí, un psiquiatra se obsesiona con un paciente que ha perdido la memoria y decide sacarlo del hospital para alojarlo en su casa, complicando a su mujer y a su pequeña hija. Hay que decir que Enen posee una sensibilidad similar a la de la insufrible Hombre mirando al sudeste.

El canasto de "cine de mensajes" se completó con la argentina Andrés no quiere dormir la siesta, de Daniel Bustamante, –sobre un niño que descubre un centro clandestino de detención-; la serbia Sveti Georgije ubiva azdahu, de Srdjan Dragojevic, centrada en la guerra contra los turcos y poseedora de un final devastador que recuerda a Gallipoli (todos mueren) y la española Hoy no se fía, mañana sí. Un poco más cínica que las anteriores, la cinta hispana de Francisco Avizanda ofrece una mirada crítica a una clase burguesa que jugó una doble militancia durante el franquismo y buscó estrategias de acción, tanto en los espacios públicos como en la alcoba. Una locutora de radio perteneciente a un grupo ultra-católico coquetea con la resistencia y al mismo tiempo delata a opositores del régimen en este filme que llama la atención por su confusa construcción narrativa. De hecho, un crítico opinó al salir de la función: "Lo único que queda claro en esta película, es que en la España de Franco la gente tenía muy mal sexo".

Individualismo y sordidez: El lado oscuro de la luna quebequense

Junto con las películas "humanas" anteriormente mencionadas –esforzadas en encontrar héroes, denunciar injusticias y, de cierta forma, recuperar los sueños colectivos- en aparente contraste la competencia de largometrajes contó con cintas entregadas a la sordidez, como consecuencia del vacío y el individualismo contemporáneo. Muchas de ellas hablan de familias destruidas, problemas de identidad y conflictos existenciales.
Curiosamente una piedra angular de ambas tendencias es un cinta que no formó parte de la competencia: The Dust of Time, del gran Theo Angelopoulos (ver entrevista). Ésta mira con nostalgia a los tiempos de las utopías y los sufrimientos colectivos del pasado y contrasta ese panorama con un presente carente de sentido. Un triángulo amoroso en la era de los campos de concentración posee el ímpetu y la pasión que no existe en la vida de una adolescente confundida que deambula sin rumbo por las calles de Berlín.

Me confesó Angelopoulos en la entrevista: "Por primera vez en la historia estamos en tiempos en los que no sabemos cómo va a ser el futuro".

Aunque la asociación parezca forzada, sirve para entender la motivación de aquellas películas opuestas en, forma y fondo, a las del "maletín humanitario" pero que de alguna manera reflejan la otra cara de la misma moneda. Son películas densas, perturbadoras y protagonizadas por personajes desorientados en tiempos carentes de sentido.
En este grupo se vieron cosas más interesantes: la francesa Couer animal, de Séverine Cornamusaz, sobre la violencia ejercida por un hombre embrutecido hacia su esposa; la italiana La fisica dell'acqua, de Felice Farina, centrada en un niño que descubre antecedentes oscuros sobre la muerte de su padre; Strayed (de Akan Satayev de Kazakhstan), crónica subjetiva de un tipo alterado de consciencia que se pierde en el desierto y termina dándose cuenta de que hizo algo monstruoso ("sería un buen capítulo de La Dimensión Desconocida", opinó un colega) y la polaca Jestem twój, de Mariusz Grzegorzek, película insoportable, histérica y ruidosa sobre un joven psicópata que embaraza a una mujer casada de clase alta y comienza a chantajearla.

Sin embargo, cinco películas brillaron dentro de esta suerte de categoría que he trazado:

Je suis heureux que ma mére soit vivante

Je suis heureux que ma mére soit vivante: colaboración entre el reconocido amigo de Truffaut, Claude Miller, y su hijo Nathan. Nuevamente preocupado de reflexionar sobre la maternidad (lo había hecho en Betty Fisher et autres histories), el veterano realizador –con la ayuda de su retoño- se preocupa de un adolescente adoptado que sale en busca de su madre biológica. Esta es una mujer de mala vida que le provoca sentimientos encontrados: una mezcla de afecto, repulsión y odio.

Impecablemente montada, con esa contención emocional que algunos cineastas franceses manejan tan bien y una asombrosa actuación del joven protagonista (Vincent Rottiers), se impuso como una de las películas favoritas del jurado, aunque finalmente sólo se llevó el premio a Mejor Guión.

Otra notable incursión actoral por los terrenos de la sordidez ofreció la danesa Vanvittig forelsket. La cinta, de Morten Giese, sigue a un joven pianista (Cyron Melville, premio al Mejor Actor) que arruina su oportunidad de ingresar a Julliard por la obsesión enfermiza que manifiesta por una atractiva cellista. Celos, tormentos y la amenaza de una locura heredada perturbarán a un personaje que se irá deslizando por una espiral descendiente de alto impacto dramático.

Igual de sombría es 9:05, oferta de Eslovenia en la que un investigador empieza a obsesionarse por un hombre que ha cometido suicidio y lentamente va adoptando su identidad. La similitud con El inquilino de Polanski es evidente, pero el director Igor Sterk logra cultivar un estilo personal –seco, austero- y sale ganador en el desafío de armar una película casi redonda en tan sólo 71 minutos.

Arriba: Redland; abajo: Weaving Girl

Pero la cinta que dividió al jurado de la crítica fue Redland, del joven director Asiel Norton, escogido por la revista Filmmaker como uno de los 25 cineastas emergentes más interesantes, junto al chileno Sebastián Silva.
Más personal, inquieta y difícil de encasillar, se centra en una familia que vive aislada en las montañas durante los años 30. Hay un padre violento y abusador, escenas de incesto y una extraña redención en la naturaleza que recuerda al cine de Terrence Malick.

La película de Norton es desafiante, incómoda, efectista. Posee lo más detestable del cine independiente (la familia lee la Biblia con acento rural, hay una escena de sumisión sexual con gallinas revoloteando en el lugar…) pero también elementos que sorprenden positivamente, como una estética granosa que se aproxima a la pintura impresionista.

Lamentablemente, no se pudo entregar un premio a la originalidad, ya que Redland –que se fue de Canadá sin nada-, lo hubiese merecido.

El reconocimiento de Fipresci fue para Weaving Girl (Fang zhi gu niang), excelente película del realizador chino Wang Quan'an que demostró que es posible denunciar al sistema sin caer en discursos obvios ni efectismos emocionales baratos. Con frialdad quirúrgica, la película sigue a una joven que padece una enfermedad terminal. Ella trabaja en una fábrica que está por cerrar y, en los tiempos libres, canta en un coro de himnos soviéticos. Tiene un esposo esforzado que la quiere pero que, frente a la falta de dinero para pagar el tratamiento, le oculta el diagnóstico médico. Pero ella sospecha que no le queda mucho tiempo de vida. Emprende un viaje en busca de su primer novio (un tipo aún más triste que también trabaja en una fábrica), se hunde en la nostalgia y prepara el terreno para su desaparición.

Quan'an fabrica escenas inolvidables: un paseo melancólico por la playa (en la línea de otros paseos desolados por zonas costeras, como los de Extraños en el paraíso y la uruguaya Whisky) o el momento en el que el ex novio recuerda a la chica, tocando una canción melancólica con su acordeón.

Weaving Girl –que también obtuvo el premio a Mejor Película, entregado por el jurado oficial- fue valorada por el presidente del jurado Fipresci, el norteamericano Peter Keogh, con las siguientes palabras:

"Combina elegantemente las convenciones del melodrama con el estilo del neorrealismo; presenta personajes complejos llevados a la vida por actuaciones meticulosas; evoca el sentimiento universal de la nostalgia, por un mundo perdido, ilusiones perdidas y un amor perdido".

De otro costal

Dejo para el final las películas que no pude alojar en los apartados precedentes por tener menos puntos de vinculación. Curiosamente dos de ellas son japonesas: Dia Dokutâ (de Miwa Nishikawa) y Viyon no tsuma (de Kichitaro Negishi). La primera cuenta la historia de un médico falso pero de buen corazón que calma a los habitantes de un pueblo montañoso. La segunda sigue a una joven que acepta las andanzas de su esposo, un escritor vividor e infiel que busca sobrevivir en el Japón de la Segunda Guerra Mundial.

Ambas hablan de engaños, avanzan minuciosamente y de alguna manera rompen con la obsesión occidental de encasillar tramas en síntesis argumentales. Estas son películas vivas, tan cómicas como dramáticas y construidas con el sentido de vaivén azaroso que tiene la vida misma.

Die standesbeamtin

Ahora vamos a las rarezas: Die standesbeamtin, de Suiza, es como una comedia romántica de Renée Zellweger pero sin Renée Zellweger.

Una joven cuyo matrimonio va de mal en peor debe casar a su mejor amigo (trabaja en el registro civil), un rockstar que triunfa en la gran ciudad y esta comprometido con una actriz histérica. Resulta que años atrás los dos tuvieron una banda "indie" y, entre recuerdos y canciones reencontradas, la chica vuelve a enamorarse del galán.

Es mejor de lo que parece, en gran parte gracias al encanto de su locación y su gente: un pequeño pueblo de Suiza que parece sacado de un cuento. Lo mejor que le podría pasar a su director –Micha Lewinsky- es conseguir un contrato en Hollywood y hacer el remake... con Renée Zellweger.

 

Atashkar

Por ultimo, el delirio más grande presentado este año en Montreal: Atashkar, comedia iraní de Mohsen Amiryoussefi que, sin reservas, se mofa de las sagradas costumbres locales. El protagonista es un tipo de mediana edad que está casado con una mujer de carácter fuerte que frecuentemente lo obliga a dormir en el sillón y le pide que se haga una vasectomía, ya que ella no puede dar a luz por complicaciones de salud. El problema es que el protagonista no tiene un hijo hombre, sino que cuatro niñas, y teme recibir los castigos divinos destinados para los que no traen un varón a este mundo. Su padre muerto es el encargado de llevarlo en un tour por el infierno para que descubra lo que le pasará cuando abandone este mundo.

Incorrecta (fue censurada en Irán), atrevida, delirante, Atashkar (Premio a la Innovación) es una sátira sin concesiones, una "Divina Comedia" kitsch repleta de malos decorados y efectos visuales baratos. Una película punk y extrema que aportó la irreverencia que todo certamen necesita. Inolvidable.

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