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Por séptima vez, nuestra compañera visita Cannes y nos envía sus impresiones diarias del Festival más importante del mundo. Partimos con el filme inaugural del cada vez más impredecible e irregular Woody Allen que, en su "segundo aire" europeo, sigue dividiendo las aguas de su (otrora) fiel público que sonríe frente a las "ingeniosas" reflexiones del realizador norteamericano o se lamenta al verlo convertido en una débil sombra de sí mismo. (Foto: Midnight in Paris)

Por Pamela Biénzobas desde Cannes

Un día tranquilo para comenzar, sin muchas expectativas que cumplir o traicionar. Con Woody Allen abriendo el festival de Cannes fuera de competencia, no daba para esperar un gran film, sino a lo más un buen divertimiento. Y es lo que efectivamente entregó el neurótico neoyorquino, que ya en los últimos años y los últimos títulos iba reduciendo su círculo de incondicionales a fuerza de requerir paciencia y buena voluntad.

En Midnight in Paris están concentrados muchos de los tics insoportables del cine reciente de Allen, y en particular el hecho de finalmente delegar "su" personaje a otros actores, pero haciéndolos actuar como él. Por talentoso y magnético que pueda ser Owen Wilson, su Gil es una ingrata caricatura del eterno escritor inseguro, roído por dudas existenciales, incapaz de manejar su vida personal, frustrado por el hecho de ganar su vida como guionista para los grandes estudios. Y con los mismos gestos y dicción del realizador/actor. Pero lo que salva esta nueva producción es que la caricatura está más asumida que nunca, con un tono decididamente irreal. Pues, ya a esta altura no es secreto, Midnight in Paris es una película de fantasía. Su insatisfecho protagonista, atrapado en una vida de alta burguesía estadounidense, y enamorado de todos los clichés imaginables y explotables del París de hoy y de ayer (particularmente el de los Años locos de la entre-guerras), de pronto se ve transportado al corazón mismo de sus fantasías, donde se encuentra con los Fitzgerald (Scott y Zelda, para los amigos), de los Porter (Cole y Linda), Hemingway, Gertrude Stein (que se ofrece a leer su manuscrito), Buñuel, Dalí, Picasso... todo ese mundo de la fiesta permanente en que la capital francesa vivía, en plena ebullición creadora y cosmopolita.

Annie Hall (1977) y Midnight in Paris. Owen Wilson como el nuevo alter ego de Woody Allen. Clonado hasta en la ropa.

Al asumir la caricatura del contexto y de la anécdota, Woody Allen anuncia honestamente que lo que está presentando es una película tan superficial como las transformaciones de época, construida a base de guiños para entretener. Al evacuar el esnobismo en el insoportable (y también burdamente caricatural) personaje de Paul (Michael Sheen), y en el gesto mismo de construir un París correspondiente a la fantasía de una burguesía estadounidense, el cineasta está afirmando su ironía con claridad y renunciando a la pretensión de retrato exótico como la irritante mirada sobre la capital catalana de Vicky Cristina Barcelona. El resultado es una verdadera variación de su película permanente, una variación ligera e inventiva que no promete más de lo que es. Y eso ya es bastante.

Sleeping Beauty

Aunque como película de apertura Midnight in Paris era la única función oficial del día, la prensa pudo empezar a ver la competencia, con el primer título, que tendrá su gala mañana. La ópera prima de la australiana Julia Leigh, Sleeping Beauty, sí logró decepcionar porque sí prometía bastante. No de antemano, sino en la primera media hora que presenta a Lucy (Emily Browning), una joven volátil, libre y arriesgada, que se transformará en la bella durmiente del título. Sin embargo, un gran desequilibrio lleva la introducción demasiado lejos y lo que se supone ser la anécdota central (considerando el storyline anunciado) es simplemente un paso más. Un paso más en un desarrollo incierto, sin rumbo claro, y sin materia suficientemente espesa. El personaje de Lucy, que se quiere complejo y denso, nunca cuaja. Al comienzo hay un acertado retrato de una chica definida por múltiples roles y actividades, poco coherentes (se trata de justificar sus actividades por su necesidad de ganar dinero, aparentemente para estudiar, pero ni lo uno ni lo otro se condice con lo que se ve de su vida) y finalmente poco importantes. Todo ello es para conducirla hacia un rol más bien plástico, trabajando como bella durmiente para hombres ricos y mayores que quieren pasar un tiempo al lado de su cuerpo desnudo y completamente anestesiado. Ya a esa altura, la hábil construcción de atmósfera se ha transformado en un gesto vano, netamente formal, tan inconsistente como esa Lucy que, omnipresente durante los 101 minutos de película, nunca nos acaba de interesar.

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