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Después del largo y voluntario silencio fílmico de Terrence Malick por más de 20 años –desde Días del cielo (1978) hasta La delgada línea roja (1998)-, cada nueva película suya genera todo tipo de expectativas y opiniones divididas. Así como ocurrió con El nuevo mundo (2005), El árbol de la vida (2011), que se estrenó mundialmente en Cannes, fascinó a algunos como defraudó a otros. Pero la sensación de Pamela Biénzobas fue más bien de frustración. Porque El árbol de la vida resultó lo que Truffaut llamaba un "grand film malade", una obra maestra abortada.
Por Pamela Biénzobas desde Cannes
Perplejidad. Consternación. Pena. Finalmente, aunque cueste aceptarlo, es desencanto lo que queda tras The Tree of Life (El árbol de la vida), de Terrence Malick, que a pesar suyo era probablemente la película más esperada del festival. Obviamente fue recibida por algunos como una obra maestra y por otros como un fracaso total. Pero para el resto incluyendo a quien escribe, la sensación de fracaso proviene justamente de la frustración de las expectativas y esperanzas de una obra maestra. Triste decepción.
Terrence Malick nos había acostumbrado a la grandeza y a lo grandioso, pero ahora cayó en la trampa de la grandilocuencia. La ambición de trascendencia casi siempre ha estado ahí. Pero la gracia que antes inspiraba su búsqueda. Ahora, él busca representarla, ilustrarla en música e imágenes, pintando un retrato de la gracia que carece de la sutileza y del dominio de sus trabajos anteriores.
The Tree of Life es pretenciosa. Si la mayoría de la gente se pasa toda una vida sin encontrar el sentido de la existencia, dos horas y cuarto de film claramente no son suficientes. Pero Malick no parece convencido que tal ambición es desmedida y lo intenta. Quiere abarcarlo todo, desde la cosmogénesis hasta el más allá, pasando por el milagro de la concepción. Literalmente, explícitamente. Con dinosaurios incluidos.
Malick, que estuvo presente pero invisible en Cannes, volvió a trabajar con el director de fotografía mexicano Emmanuel Lubezki, que ya había firmado la embriagadora imagen de The New World. Las imágenes, filmadas o creadas sintéticamente, de la nueva obra son impresionantes, seductoras, fascinantes. Pero tan cargadas de discurso que acaban por quedarse paradójicamente en la superficie.
La cita del Libro de Job que abre la película –preguntando "¿dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?"- anuncia el intento de dialogar entre lo humano y lo divino, entre lo mortal y lo eterno. Una moral cristiana, particularmente puritana y protestante, tiñe todo el relato central, enfocado en la infancia de Jack O’Brien (el notable debutante Hunter McCracken). Sin embargo, el árbol de la vida de Jack se va tanto por las ramas y las raíces que pierde el sustento narrativo del tronco.
El desequilibrio es especialmente patente en el poquísimo tiempo y desarrollo de la parte del presente, con Sean Penn como el protagonista adulto. Incluso corrieron rumores de que el actor se enfrentó a Malick por lo limitado de su presencia en el montaje final, en que acaba jugando un pequeño y vago rol de evocación del pasado. Un pasado marcado por la dinámica familiar de un padre estricto y crecientemente violento, una madre amorosa y generosa, y una fuerte complicidad fraternal, que hace más significativo el dolor de la pérdida de uno de sus hermanos cuando jóvenes. Aunque ese duelo no está tratado extensamente, subyace a lo largo de todo el film, para motivar más claramente la problemática de la muerte. Y también una culminación que ¬–excepto para quienes comulgan con lo que consideran una obra maestra- ahonda en la sensación de exceso en la forma y en el fondo.
Malick es un artista sublime, pero al intentar tan voluntaria y premeditadamente ser lo que ya es, dejó de serlo.
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