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60º Festival de Mannheim-Heidelberg La trampa
de la nostalgia

Sin correr riesgos, con películas accesibles para el gran público, e intentando incansablemente que nadie olvide su peso histórico (lleno de excepcionales hallazgos), el sexagenario certamen alemán se mantiene en una cómoda medianía y conformismo.

Por Pamela Biénzobas

La manera de celebrar los sesenta años del Festival Internacional de Cine de Mannheim-Heidelberg, que nació en 1952 como una Semana de Cine Cultural y Documental de Mannheim, es sintomática de su situación actual: cada invitado recibió de regalo un pack con un libro escrito por Michael Kötz y un dvd escrito, dirigido, montado y narrado también por Michael Kötz, el omnipresente director del festival desde 1992, con el nada modesto título Sensualidad y verdad (o veracidad, según se tome la versión en alemán o inglés).

El festival de Mannheim tuvo efectivamente una gran importancia, a nivel nacional e incluso internacional, en varios momentos de las seis décadas pasadas. Y es eso lo que se celebra hoy. No su presente, sino su pasado, aquel en que se vieron los comienzos de realizadores que luego se volverían mundialmente conocidos, comenzando por los alemanes (Rainer Werner Fassbinder es casi un fetiche del festival, que nombró un premio en su honor), pero también John Boorman, Krzystof Kieslowski, Jim Jarmusch, Lars Von Trier, Bryan Singer... una lista enarbolada infatigablemente para confirmar el peso del encuentro.

Hoy, sin embargo, la realidad es otra. Y la exigencia de exclusividad (el festival busca premières alemanas, a falta de mundiales, y evita películas vistas en los grandes eventos europeos como Cannes, Venecia y, obviamente, Berlín) no ayuda demasiado. Pero es sobre todo esa obsesión de celebrar el pasado (y con ello, hay que decirlo, autocelebrarse) lo que le quita el foco a la programación actual.

Le vendeur

¿Y qué es lo que ofrece ese panorama reciente? En Mannheim-Heidelberg, se sabe que será un recorrido por un cine proveniente de distintos territorios, de calidad variable, y, con algunas excepciones, en general de un cierto clasicismo en su realización. Entre Le Vendeur, de Sébastien Pilote (ganadora del premio Fipresci y del premio especial del jurado), o la belga Elle ne pleure pas, elle chante, de Philippe de Pierpont (basada en la novela homónima de Amélie Sarn, sobre una joven que recién cuando su padre está en coma logra enfrentarlo acerca de los abusos a los que la sometió de niña), o incluso la argentina Industria argentina, de Ricardo Díaz Iacoponi (sobre la resistencia y organización de un grupo de obreros ante el inminente cierre de su fábrica, con la idea de retomarla), por citar algunos ejemplos en competencia, no puede hablarse de un cine arriesgado o innovador, ni en su forma ni en su contenido. Sí de trabajos dignos, bien controlados, eficaces y de fácil acceso.

La presencia argentina en competencia también contó con la muy lograda Un amor, de Paula Hernández, que sale airosa del enorme desafío de contar una historia en dos tiempos, con personajes encarnados por actores diferentes (adolescentes y adultos). Sin sorpresas, la adaptación de un cuento de Sergio Bizzio funciona con simpatía y ligereza.

Finalmente, la ya exitosa película transandina Un cuento chino, de Sebastián Borensztein, siguió recogiendo elogios en Alemania, llevándose el premio Fassbinder y el del público. Protagonizada por Ricardo Darín, tiene efectivamente todo para cautivar a una audiencia amplia: una historia original, personajes armados y encarnados con todos sus detalles, y sobre todo muchos buenos sentimientos, mezclando la comedia con el drama humano.

Mención especial del jurado oficial recibió el actor Laurent Capelluto por su rol protagónico en Fils unique, del belga Miel van Hoogenbemt (también tenía un pequeño rol en Elle en pleure pas...), una película original, graciosa pero dura, sin concesiones pese a una forma aparentemente amable y lúdica, casi de film feelgood. Vincent, un hombre adorable pero lleno de complejos e inhibiciones debidos a su padre, al que detesta, se ve obligado a recibirlo en su casa cuando su madre cae en el hospital. En medio de los recuerdos, sus maneras originales de evadirse y evitar actuar y decidir, y la repentina obligación de enfrentar las cosas, Vincent tiene que hacerse cargo y empezar a vivir.

Desde ángulos bien distintos, dos cintas irlandesas en competencia exploraban las transformaciones de una sociedad en crisis post-burbuja de crecimiento. Sensation, de Tom Hall, adolece de una falla fundamental, pese a su destreza formal: la película, con Domhnall Gleeson como un joven agricultor que decide lanzarse en el negocio del proxenetismo al prendarse de una ambiciosa prostituta, sabe cómo contar las cosas, pero no qué es lo que quiere decir.

Parked

Al contrario, Parked, la gran sorpresa de la competencia –y ganadora del premio principal- tiene una visión tan clara de lo que quiere decir que su narración de despliega desde la primera escena con total fluidez. Cathal (Colin Morgan), un joven drogadicto a merced de su proveedor, y Fred (Colm Meaney), un relojero sin pasado, meticuloso y disciplinado, se transforman en vecinos y amigos cuando ambos establecen domicilio en sus respectivos autos, en un estacionamiento público frente al mar (fenómeno ya evocado en la también irlandesa Behold the Lamb). Sin pretensiones, Darragh Byrne combina con soltura situaciones dramáticas, cómicas, sentimentales, sorpresivas o totalmente esperadas para contar la historia de un lazo humano improbable.

Desde el otro lado del Mar de Irlanda, el británico Zam Salim también se apoyó en la falta de pretensiones y un humor muy contenido para ofrecer uno de los momentos más graciosos con Up There. Presentada en la sección Discoveries, consigue hacer reír durante ochenta minutos con nada más que sus buenas ideas de puesta en escena, buenas actuaciones cómicas, y una excelente idea de partida: el purgatorio consiste en trabajar para una muy burocrática administración acompañando a los recién fallecidos hasta que acepten su muerte. Y deambulando para ello en medio del mundo de los vivos.

En la misma sección se vio la mucho más grave y también más clásica Kret, del franco-polaco Rafael Lewandowski. El interesante y valiente trabajo sobre la memoria histórica y las delicadas zonas grises sigue a un joven que ve su vida remecida cuando su padre, un antiguo héroe de Solidaridad, se ve acusado de traición.

También en Discoveries se programó Collaborator, debut como director de Martin Donovan. El antiguo actor de Hal Hartley también escribió y protagonizó la película, que peca de una excesiva teatralidad y de una concentración injustificada en el personaje central.

Silver Tounges

Mucho más cinematográfica, en cambio, con su narración basada en elipsis y puntos de vista, es Silver Tongues, otra ópera prima estadounidense, proyectada en función especial pues ya se ha visto demasiado en Europa. El escocés (emigrado a los Estados Unidos) Simon Arthur construye un relato de puro artificio e inteligencia, del que poco se puede decir sin arriesgar matar el placer del espectador. Y es que la película, a la que algunos le reprochan justamente una construcción demasiado intelectual, se basa completamente en la falta de información, la permanente puesta en duda y los giros sistemáticos.

El festival de Mannheim-Heidelberg celebró así sus sesenta años con una edición que cumplió con su misión de llevarle al público local un panorama de talento joven y de películas accesibles y diversas que de otro modo difícilmente se verían en las salas de las ciudades. Es poco probable que algunos de los realizadores presentados revolucione el cine o se transforme en un genio de los próximos años. Sin embargo, hoy el festival está compuesto de esos títulos, que el público va a ver con sincero entusiasmo y curiosidad, además de la herencia de un pasado más glorioso. Quedarse en la autocelebración de esto último sólo resulta en restarle importancia al presente y quitarle sentido al futuro.

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