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Sobre Carne de Perro, de Fernando Guzzoni, parte de la Competencia Internacional

Por Jorge Morales

Los primeros minutos de Carne de perro, de Fernando Guzzoni, son poderosos. Alejandro (Alejandro Goic) sufre un ataque de pánico, va al velorio de un amigo que se ha suicidado, visita a un mecánico donde revela su ansiedad por recuperar pronto su vehículo descompuesto (es taxista) y asiste a una reunión de ex militares buscando la solidaridad de sus camaradas para recibir ayuda médica por su trastorno, teniendo de paso una dura discusión con uno de sus oficiales superiores.

Todo indica hasta ese minuto que Alejandro es un solitario, marginado, casi incapaz de controlar sus impulsos. Nada permite concluir que su estrés es producto –según las referencias previas que se describen en todas las sinopsis publicadas de la película- de los fantasmas de su pasado como torturador en dictadura. Este antecedente late en la cinta, pero ni siquiera de la junta con los ex uniformados uno puede extrapolar que se trata necesariamente de un ofensor de derechos humanos o que sufre alguna clase de remordimiento por haber causado daño. Por el contrario, su angustia parece responder a una dolorosa situación familiar, la separación de su mujer y su hija, que habría sido consecuencia, aparentemente, de su conducta violenta con ellas.

En ese sentido, Guzzoni crea un perfil plano y unívoco de su protagonista. Si algo sabemos sobre la psicología de un torturador (suponiendo que lo sea), es que tenían gran dominio sobre sus emociones y actos, lo que los transformaba en sujetos en extremo complejos. Desde luego, Guzzoni puede plantear un personaje que ya desligado del poder haya perdido ese nivel de control, pero en la película abusa de varias simplificaciones y lugares comunes para subrayar esa mentalidad. Que Alejandro agreda deliberadamente a su perro escuchando una marcha militar, que vea con denodado interés en televisión un programa sobre el nazismo (que, por cierto, poco y nada tuvo que ver con la dictadura de Pinochet, y menos un escritor tan excéntrico y chiflado como Miguel Serrano que aparece en las imágenes) o sus alardes patrióticos engalanando su casa con dos banderas, son ideas muy elementales. Una estrategia similar utiliza para ilustrar la soledad como cuando Alejandro paga a una prostituta sólo para que le haga cariño o se come un completo con una vagabunda adolescente, probablemente, el alter ego de su hija ausente.

En particular para el público chileno, el uso de conocidos actores nacionales en roles muy secundarios o de extras (como la absurda participación de Catalina Saavedra como figurante), rompe la ficción, y más parece un capricho que una meditada decisión de casting.

La dos únicas razones por las que la película no se desmadra, es la excelente fotografía y cámara de Bárbara Álvarez que muestra una versatilidad asombrosa con un proyecto diametralmente opuesto a su trabajo en De jueves a domingo, y la soberbia actuación de Alejandro Goic, tan contenido cuando se le ve dolido y vulnerable como en sus momentos de furia y descontrol.

Publicado en el suplemento KU del Diario Austral / Domingo 7 de octubre de 2012

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