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Berlinale 2013 En primera persona:
Solitarios, ermitaños y genocidas
Imágenes que toman vida para hablarnos de la soledad, bucólicos paisajes que incuban una mente desquisiada, la orgullosa reconstrucción de una barbarie, las voces y miradas insólitas e intrigantes de los protagonistas.
Por Pamela Biénzobas
Una imagen fija resumiendo una vida, y una vida en movimiento naciendo de una imagen fija. Esa es la huella más clara que dejó en mi retina el 63 Festival Internacional de Cine de Berlín.
La notable Gloria, de Sebastián Lelio, que comenté desde Berlín, prácticamente no cuenta: en parte por tratarse de una segunda visión (vi una primera versión de la cinta en Cine en construcción de San Sebastián) y no de un descubrimiento, la première internacional de la película se transformó en un evento en sí, más acá y más allá de la Berlinale. Del resto de la errancia berlinesa, una vez más (y ya sin sorpresa) los momentos que provocaron la mayor impresión salieron principalmente del Fórum.
Una imagen fija cobrando movimiento. El dispositivo no es una gran novedad. Como tampoco es muy novedoso decir que los cuadros de Edward Hopper parecen instantáneas de la vida cotidiana. Y, más encima, la gran exposición presentada el año pasado en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y luego el Grand Palais de París atrajo todo tipo de trabajos en torno a su obra, incluyendo una serie de cortometrajes encargados por el canal francoalemán Arte a distintos cineastas a partir de alguno de sus cuadros. Pero sigue siendo más novedoso, incluso en una programación como la del Fórum, la belleza, sensibilidad, radicalidad, riesgo y acierto de la empresa de largo aliento del artista austríaco Gustav Deutsch en Shirley - Visions of Reality.
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Hotel Room (1931), de Edward Hopper, según Gustav Deutsch en Shirley |
La coincidencia casi parece cruel, pues podría quitarle visibilidad a la extraordinaria película de Deutsch, que toma trece cuadros de Hopper y los transforma en decorados tridimensionales en los que un mismo personaje femenino, Shirley (Stephanie Cumming), vive distintos momentos de su existencia a través tres décadas, reflejando por medio de algunos diálogos, pero sobre todo de las reflexiones en off de la protagonista, no solo la evolución de su propia vida –personal, afectiva, creativa, profesional...– sino también la de su sociedad y de las crisis y cambios desde la entre-guerra hasta los albores de los levantamientos civiles de los sesenta.
El desafío plástico es asombroso, pues no se contenta con evocar los decorados de los cuadros a través de elementos reales, sino que busca construirlos con su mismo nivel de (ir)realismo y de abstracción: no es que esas pinturas hayan captado momentos de la vida de Shirley, sino que ella vive dentro de esas pinturas. El resultado es tan embriagador que permite ceder finalmente al vértigo que provoca la contemplación de esos espacios melancólicamente habitados creados por Hopper y entrar también en ellos.
Shirley - Visions of Reality regala una primera persona a una obra pictórica que habla siempre en tercera persona: ella está allí, entre ellos hay una extraña tensión, ¿cómo serán las personas que habitan normalmente ese espacio vacío o que deambulan por esas calles?... Shirley le da voz, le da cuerpo, le da un "yo".
Al contrario, otro de los films más fascinantes de la Berlinale (también en el Fórum) reconstruye un decorado para tratar de captar una tercera persona, a la que justamente aborda desde la primera persona: en lugar de explicar o de contar la historia de Ted Kaczynski, conocido como el "Unabomber", Stemple Pass, de James Benning, da voz (la del propio Benning, de hecho) a las palabras del genio terrorista.
Ese plano fijo de las montañas que contiene, como único elemento de intervención humana, una cabaña de madera (reconstrucción de la morada de Kaczynski) en la esquina inferior derecha, está captado en cuatro tomas de media hora durante las cuatro estaciones del año. Desde esos parajes de Montana, en los Estados Unidos (y cuyo nombre da título a la película), un hombre auto-exiliado y progresivamente alienado hizo de la preservación de esa naturaleza arrebatadora contra la tecnología y la sociedad industrial un grito de guerra, bajo el cual mató e hirió con sus bombas artesanales enviadas durante años a universidades y aerolíneas (de allí el nombre que le dio el FBI antes de conocer su identidad: "un-a-bomber" diminutivo de "University and Airline Bomber").
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Stemple Pass, de James Benning |
Benning recurre a distintos escritos suyos en orden cronológico, exponiendo así la progresión de su postura, de su mente y de sus proyectos: durante la toma de primavera lee fragmentos de su diario de 1971 y 1972; con un fondo de otoño devela unos textos de 1977 a 1979 escritos en unos papeles bien escondidos en un bolsillo; el paisaje nevado del invierno es el marco para unas elucubraciones redactadas en código numérico en 1985, y decodificadas recién en 2011; y finalmente son extractos de su manifiesto, así como de entrevistas dadas en prisión en 2001, que oímos, absortos ante Stemple Pass en verano.
Benning no podía abordar de otra forma que su estilo tan característico la figura enorme de Kaczynski, que da para decenas de películas de ficción y documentales, en todos los estilos imaginables. El gesto es audaz, ya que al permitir hablar al asesino en sus propias palabras y con su propia lógica enajenada, mientras nos sumerge en su mismo entorno natural sublime, envolvente e irresistible, provoca una comprensión que, vaya o no hasta la empatía, hace sentir la urgencia expresada por un hombre desesperado.
El juego entre primera y tercera persona; entre representación y encarnación de hombres dispuestos a asesinar, falla en Matar extraños, de Nicolás Pereda y Jacob Secher Schlusinger (también en el Fórum), que no sobrepasa el ejercicio intelectualizante en torno a la Revolución Mexicana. En cambio en la espeluznante The Act of Killing, que propone ese juego casi a pesar suyo, este adquiere, sin pretensión, una capa tras otra de horrible complejidad. Buscando también que la primera persona se impusiera por sobre la tercera para comprender mejor, el estadounidense Joshua Oppenheimer creó un objeto rarísimo y de un tremendo valor: no se trata de poner en escena las palabras del otro explicando su gesto, sino de proponerle ponerse a sí mismo en escena y tomar la palabra.
El documentalista lleva años investigando el genocidio indonesio (la "purga" tras el intento de golpe de Estado de 1965, cuando paramilitares eliminaron a cientos de miles de "comunistas"; más de un millón según la fuente) y trabajando con asociaciones de víctimas y que buscan rescatar la memoria. Pero ellos todavía tienen miedo de hablar y de mostrarse, así es que le dieron una idea a Oppenheimer como única forma de recoger testimonios: es mejor hablar con los victimarios, ya que no tendrán ningún problema en contar y explayarse sobre algo de lo que están, de hecho, orgullosos, y que aún hoy les asegura su posición social.
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The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer |
La particularidad de Indonesia es que, aunque se le considere un país abierto y un interlocutor (comercial) válido, el sistema actual es una evolución de un régimen autoritario que se estableció tranquilamente y se transformó en la normalidad. Los antiguos torturadores y asesinos siguen siendo los "matones" institucionalizados que mantienen el orden para el gobierno.
Así, tras encuentros con decenas de criminales impunes, en una posición delicada que debía establecer una colaboración sin manipulación, y sin poner en riesgo a los otros participantes, Oppenheimer eligió a sus protagonistas, que se entregaron al juego de recrear sus actos para la cámara, de manera realista o alegórica. Para ellos es simplemente un merecido reconocimiento, como otros tantos. En el caso de Anwar Congo, con quien el realizador reconoce haber establecido una relación personal particular, claramente está utilizando el documental de manera terapéutica, aunque al comienzo ni siquiera parece comprender o admitir para sí mismo que algo anda muy mal y que necesita esa terapia.
Los testimonios, las conductas actuales, las reconstituciones y las sorprendentemente ingenuas reacciones de los propios asesinos remecen la superficie hasta provocar fisuras que permiten que empiece a emerger una realidad tan establecida, tan aceptada y tan normalizada que nadie pareciera cuestionar. O casi nadie: al margen de esa normalidad, las agrupaciones militantes saben que aún hoy, casi medio siglo después, corren peligro. Los créditos finales, en que la mayoría de los participantes aparecen como "Anónimo", dan escalofríos al comprender que no se trata de un guiño ni de coquetería, sino de verdadero temor por sus vidas.