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en busca de
pantalla

Una docena de films independientes de EEUU formaron parte de la competencia Nuevo Cine Americano del Festival Internacional de Cine de de Seattle. Una sección que sólo acepta cintas sin distribución, o sea, un cine indie de verdad. Para bien y para mal.
(Foto: C.O.G.)

Por Andrés Nazarala

El Festival Internacional de Cine de Seattle (SIFF) existe desde 1976 y carga con varias particularidades. No es sólo uno de los eventos cinematográficos más largos del mundo (dura más de tres semanas), sino que también es uno de los más lúdicos en relación al público. Así se entiende la estrategia de ir revelando buena parte de la programación a medida que se desarrolla.

Gracias al SIFF se dio conocer en Estados Unidos, por ejemplo, la filmografía alemana de Paul Verhoeven y entre sus estrenos mundiales se cuenta el de Alien (Ridley Scott, 1979), además de películas independientes como Ghost World (Terry Zwigoff, 2001) y Last Days (Gus Van Sant, 2005).

Con una oferta tan amplia no es raro que en salas convivan cintas de directores reconocidos con óperas primas y películas independientes en busca de distribución. Estas últimas se reúnen en una sección conocida como Nuevo Cine Americano conformada por 12 películas estadounidenses que necesitan un empujón para salir a recorrer el mundo. Una competencia, por cierto, dispareja que dio algunas sorpresas.

De crisis de identidad a amores turbulentos

La ganadora fue C.O.G., de Kyle Patrick Alvarez, adaptación de un relato de David Sedaris que carga con todos los elementos de la obra del escritor, especialmente el humor agudo y la ambigüedad sexual. El protagonista es un snob de Yale que decide explorar el mundo del "hombre común". Así llega a trabajar a una granja de manzanas de Oregon, donde vivirá varias desventuras. Terminará siendo "adoptado" por un fanático predicador cristiano.

Kyle Patrick Alvarez –que cuenta con una película anterior llamada Easier with Practice- maneja bien los códigos de la comedia, sin abandonar un trasfondo que habla de la crisis existencial y sexual del personaje protagónico. Con un hábil manejo de narración, la película se resiste a caer en el panfleto y la caricatura. Y se agradece, tomando en cuenta que la historia hubiese dado pie para esos excesos.

No menos interesante es 9 Full Moons, ópera prima de Tomer Almagor (ver entrevista), drama visceral sobre un amor obstaculizado por las circunstancias y los tormentos de su protagonista femenina, perfectamente interpretada por la actriz Amy Seimetz. Una cinta que a ratos recuerda a Contra la pared, de Fatih Akin, con la excepción que Almagor se permite algunos toques de humor que no contrastan con el tono general del film.

Test

Test, de Chris Mason Johnson, se impuso como una verdadera revelación. Una película contenida que se ambienta en el San Francisco de 1985 para retratar la irrupción del Sida, a través de las vidas de dos bailarines homosexuales. Los méritos cinematográficos se ven potenciados por coreografías que funcionan aquí como un interesante recurso expresivo.

Destacable es también A Song Still Inside, de Gregory Collins, película que sigue a una pareja de actores que debe lidiar con las carencias económicas y un hijo recién nacido que no son capaces de atender por completo. Una historia mínima que Collins dota de suspenso y tensión, transformándola en una experiencia cinematográfica atrapante.

No se puede ignorar el buen trabajo que hace Carol Kane como una mujer afectada por el mal de Diógenes en Clutter, de Diane Crespo. Ella es el centro de una familia que debe mudarse de casa. Pero, para Kane, los objetos son registros del pasado y, por lo tanto, no pueden ser desechados. Un buen drama humorístico o comedia dramática, según como se quiera ver.

Sin duda la cinta más innovadora de la competencia fue Worm, de Andrew Bowser, experimento arriesgado que sigue a un asesino por encargo desde una cámara minúscula pegada a su cuerpo. El recurso –que tiene a su rostro como elemento preponderante- no impide que Bowser vaya construyendo una historia en tiempo real, y sin cortes, que explica la motivación del personaje, además de apuntar a una historia de traición, con giros narrativos y todo. Gracias a un minucioso trabajo de postproducción, Worm –rodada en blanco y negro- no pierde calidad visual en medio del viaje.

Nueva York y sus clichés

Menos logradas son el resto de las películas que formaron parte de la categoría. Last I Heard, de Dave Rodríguez, marca el regreso de Paul Sorvino (Buenos muchachos), ahora como un mafioso que intenta reconstruir su vida tras pasar 20 años en la cárcel. Pese al carácter natural de Sorvino, cuesta creer que fue un tipo tan peligroso, como comentan sus vecinos de Queens. No ayuda a la credibilidad una cinematografía amateur ni sus malos diálogos que vuelven una y otra vez sobre lo mismo. Last I Heard parece la tarea de un estudiante del primer año de una escuela de cine, con un Sordino actuando por solidaridad o falta de mejores oportunidades.

Paul Sorvino en Last I Heard

Algo parecido pasa con The Little Tin Man, de Matthew Perkins, centrada en un enano de Nueva York que trata de conseguir trabajo, como el Hombre de Lata, en el remake de El Mago de Oz que prepara Martin Scorsese. Se prepara ensayando con un grupo de conocidos, entre ellos, una amiga a la que ama secretamente. De buenas intenciones, la comedia se ve debilitada por sus actuaciones, nuevamente diálogos deficientes, un humor que no funciona y evidentes problemas de continuidad.

La también neoyorquina (y hipster) Mutual Friends, de Matthew Watts, aspira a ser una apuesta fresca y moderna, pero contiene todos los clichés imaginables. Con un tratamiento coral se sigue a varios personajes que confluyen en la fiesta de una chica que está a punto de contraer matrimonio. Lugares comunes, personajes de caricatura –el cantante folk de espíritu libre, el abogado exitista, el freak, etc.- y un Manhattan de postal se confabulan para enaltecer al amor verdadero en la escena final.

De tratamiento visual impecable (como un documental de National Geographic) pero desarrollo narrativo demasiado convencional para llamar la atención, The Forgotten Kingdom, de Andrew Mudge, sigue a un joven que debe enterrar a su padre, desplazándose por la pobreza y los inmensos paisajes del sur de Africa.

Por su parte, The moment, de Jane Weisntock, debe ser uno de los puntos más bajos en la carrera de la talentosa Jennifer Jason Leigh, aquí como una fotógrafa que se ve enfrentada a la desaparición de su novio escritor. Un thriller psicológico altisonante y denso que pretende impactar con caprichosos giros de tuerca.

La cinta más fallida de todas resultó ser Teddy Bears, de Thomas Beatty y Rebecca Fishman, centrada en un adolescente deprimido que, tras perder a su madre, convoca a su novia y a dos parejas de amigos a pasar un fin de semana en una casa alejada del mundanal ruido. Ahí les confiesa que desea tener sexo con cada uno de ellos. La trama mostrará las consecuencias de esta petición, indagando en los conflictos interpersonales que conlleva "complacer al amigo". Una comedia carente de humor que se desmorona en la premisa.

 

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