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Comenzó el BAFICI y comienzan nuestros despachos del día a día de un evento que mantiene la monstruosidad inabarcable de siempre: más de 400 películas. Comenzamos con algunos apuntes a cierta crítica más o menos generalizada por el supuesto "cambio de giro" del BAFICI reflejado por sus detractores en la invitación a una actriz de lujo como Isabelle Huppert; y un comentario a la última película de Raúl Perrone, el más mimado de los cineastas que circulan por el BAFICI, con una filmografía que parece haber llegado a un punto de sana madurez, rodando con absoluta libertad. (Foto: Ragazzi)

Por Andrés Nazarala desde Buenos Aires

Si no subestimamos las conversaciones de pasillo podemos constatar que, para muchos, el BAFICI ha perdido algo de su espíritu frente al Festival de Mar del Plata. Optar por el impacto mediático que implica traer a Isabelle Huppert –probablemente equivalente, en términos económicos, a varios cineastas independientes- es tomado como prueba de ese cambio de vocación. Lo importante es que la apertura de mira, reflejada también en una curatoría más amplia e inclinada hacia algunos fenómenos de popularidad, no ha dañado el equilibrio de una programación generosa con la producción del cono sur y siempre consciente de la importancia de acoger clásicos, experimentaciones y, principalmente, producciones centradas en la música (las ventajas de tener como programador al español Fran Gayo, de la reconocida banda Mus).

Isabelle Hupert

Pero, a pesar de su expansión hacia otros territorios, nada hará que BAFICI cambie el clima familiar con el que nació. Este año, las cortinas visuales corren por cuenta de su ex director, Sergio Wolf, y siempre habrá espacio para "amigos de la casa" como Mariano Llinás (ahora como coguionista de la película de apertura: El cielo del centauro, de Hugo Santiago, cineasta afincado en Francia que ganó créditos en las nuevas generaciones gracias a Invasión), Luis Ortega o Alberto Fuguet, quien estrenará su proyecto más grande hasta la fecha: Invierno, experiencia de 255 minutos de duración.

Entre los amigos también está, por supuesto, el prolífico Raúl Perrone, nombre infaltable en cada edición de un certamen que siempre ha apostado por su obra; primero (cuando pocos lo conocían), con actitud heroica y, ahora, con cierta convicción por su madurez como cineasta.

Si algo se le ha recriminado sostenidamente es ser demasiado permeable ante ciertas tendencias del cine independiente estadounidense.Por ejemplo, poco tiempo después del estreno de Perros de la calle (1992), incluyó una conversación sobre Madonna en Labios de Churrasco (1994). Ocho años después (2005), por su parte, es un paseo en tiempo real que resulta imposible separar de la trilogía de Richard Linklater que comenzó con Antes del amanecer. Hay muchos otros casos evidentes de inspiraciones cuestionadas dentro de su filmografía, pero la acusación pasa por alto lo que, paradójicamente, es probablemente su mayor virtud: el valor de la trasplantación en un mundo globalizado. No es lo mismo caminar por Viena que hacerlo a través de las desoladas calles de Ituzaingó, localidad del Gran Buenos Aires que el realizador ha convertido en un personaje estable de su cine. Podemos decir que la evidencia del guiño se convierte en homenaje y, cambiando de contexto, adquiere un nuevo significado.

Pero algo pasó con Perrone en el último tiempo. Desde P3dn3jo5 (2013) parece haber despegado con ruta propia, experimentando con las formas, aniquilando casi por completo la vocación narrativa, manipulando imágenes y sonidos como el Vj desprejuiciado que ahora es. Si queremos buscar referentes de esta nueva etapa los encontraremos –el cine mudo, Guy Maddin, el Harmony Korine postmoderno de Spring Breakers- pero da la impresión de que ninguno tiene la radicalidad del reconvertido director, empeñado en seguir explorando los senderos que se abrieron antes sus ojos.

Ragazzi

Ragazzi –exhibida fuera de competencia y definida por el director como "una sinfonía en dos movimientos"- insiste en la receta fantasmal. Las imágenes, en blanco y negro, alcanzan la abstracción mediante el fundido y son también manipuladas a través de la ralentización y la aceleración; la música, compuesta principalmente por experimentaciones sonoras y cumbia electrónica, se vuelve indisoluble de lo visual y, de tanto en tanto, alguien habla. Pero no entendemos lo que dice: el sonido está invertido (como un mensaje subliminal) y no hay otra clave que un texto poético en calidad de subtítulo.

Y, a pesar de todo, podemos vislumbrar posibles historias que pronto irán cobrando mayor sentido: un grupo de adolescentes gastando tiempo afuera de la iglesia de Ituzaingó, la evocación "edípica" de la madre de uno de ellos, un triángulo amoroso y, por sobre todo, el asesinato de Pasolini recreado como si no importaran los confines del tiempo y el espacio, como si todo fuese un sueño profundo del director. En suma, veremos un despliegue de inquietudes pasolinianas (homosexualidad, prostitución, religión, enaltecimiento de la madre) procesadas por la juguera onírica de Perrone.

¿Ambiciosa? Sin duda. Pero al director le faltaba dar un salto así para salir adelante. En ese sentido, Ragazzi es un acto de convicción. Una película extraña e intrigante que, más allá de todo, recupera la magia primitiva de la imagen en movimiento.

> Matito dijo: 19 de Abril de 2015 a las 09:12
P3dn3jo5,Fávula y Ragazzi, son magníficas. Perrone, anteriormente, no tenía miedo. Perrone, ahora, se ha desatado. No se puede decir lo mismo de la mayoría de cineastas del mundo.
¿Perrone anteriormente permeable? Ok, aceptado. Busquemos eso mismo en todos los autores, nos llevaríamos muchas sorpresas. Otros han hecho lo mismo, e incluso con más descaro, y se les aplaudía como autores modernos, "modernillos", popes de la vanguardia...
¡Viva Perrone para muchos años de cine!
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